Al tío José lo sepultamos ayer. Fue en el mismo lugar donde está mi abuela y toda la gente que forma parte de mi pasado, personajes que se fueron incluso antes de que yo naciera, pero que están ahí, reagrupándose en una especie de club en el más allá.
A pesar de que el invierno está marcado en el calendario, en el pueblo de mi familia siempre cae el sol como una espesa nata de calor que cubre todo y quema los árboles, los pastizales e incluso la tierra de este panteón en donde no hay fieles difuntos. De hecho la mayoría fueron infieles y el primero de ellos el tío José, guapo mozo de la revolución que dejó amores e hijos por cada rincón que pisaron sus pasos.
Desde niño todos decían que José era único, pero no por sus cualidades, sino por esas coincidencias que ocurren en la vida del campo. Fue el mayor de siete hijos y el único varón. Sus hermanas y él fueron hijos únicos por parte de padre, porque a todos ellos los mataron los soldados del ejército federal, pero José fue el único que no conoció al suyo.
Una noche la revolución llegó al pueblo, el intercambio de balas se prolongó hasta el amanecer y en medio de la trifulca, alguien entró a casa de los “papás viejos” y se robó a la abuela Mirta. Al día siguiente la buscaron por todas partes hasta que apareció cerca de las milpas, con la cara hinchada y el vestido ensangrentado. Meses después nació mi tío y le pusieron José porque fue el único nombre que se le ocurrió al párroco recién llegado de la ciudad y que todavía arrastraba la resaca de las fiestas patronales.
Fue un niño inquieto, pero muy querido por toda la familia, incluso por el padre de la abuela Mirta, que si bien no le volvió a hablar a su hija, sí volcó todo su amor en José, a quien sarcásticamente le decía “mijo, usted es el único y auténtico hijito de la chingada de este pueblo, no lo olvide nunca”.
Efectivamente, el tío José jamás lo olvidó y procuró dejar constancia de ello por toda la región, donde sus historias de amante insaciable y Don Juan incorregible, lo convirtieron en la leyenda de época, en el prototipo de hombre trabajador que se destrozó las manos en el campo, pero que mantuvo intactos sus enormes ojos color aceituna y la sonrisa de llave maestra, pues jamás encontró una alcoba que se le resistiera.
Al tío José lo sepultamos ayer, pero todavía me parece escuchar el andar de su caballo antes de pararse frente a la casa de la abuela Mirta para darle un beso a su madre y tomar mezcal. Todos los días cumplía con el mismo ritual cuando se dirigía a supervisar las diferentes siembras a las afueras del pueblo. No es que tuviera muchas tierras, sino que su eficacia como capataz lo llevó a ser el administrador favorito del pueblo.
Delgado, alto, de semblante amable, lo recuerdo siempre con una sonrisa y bailando esas antiguas danzas que nacen con los suaves golpeteos de los pies contra el piso, mientras brazos y hombros suben, bajan, hacen círculos, marcan el aire y le dan forma a la alegría del cuerpo, al calor de la sangre.
Sus pies cortados por la tierra, las piedras y las espinas de los magueyes, jamás sintieron la suavidad de un zapato. El tío José siempre usó las chancletas con correas de piel y suela de grueso caucho. Una vez cuando me descubrió mirándole con cierto asco sus maltratadas extremidades, se clavó con sus ojos en mí sin decir nada y después explotó en una carcajada que dejó al descubierto los únicos dos dientes que le quedaban en la encía superior.
“Mire mijo, ande, no les tenga miedo. Ahí como las ve todas jodidas, esas patas están muy fuertes todavía y le apuesto que soportan mucho más que las de cualquier mocoso de hoy en día, esos que se han olvidado de montar a caballo y que solo viajan en autobús”. Después siguió riendo, me cargó con sus macizos brazos, montamos en su caballo y por primera vez pude ver los pasos de la bestia, sentir los golpes de las herraduras sobre las piedras de la calle.
Anduvimos largo rato por un camino que se extendía hasta el pie de una colina. Ahí dimos media vuelta y señaló la enorme alfombra natural formada por girasoles. “Ahí se quedaron mis pies mijo. Estas patas de largas uñas se gastaron en cada surco de esas tierras. De ahí comieron su abuela, sus tías, su madre, sus primos y usted también. Ojalá usted algún día me pueda enseñar qué dejó en el camino para sostener a su gente”. Esa fue nuestra última conversación y así es como lo recuerdo. Después pasaron 20 años hasta que me llamaron para darle el último adiós.
Al tío José lo sepultamos ayer, a ese hombre de piel agrietada, de escasos pero largos y delgados cabellos blancos. Fue hasta entonces que entendí por qué realmente fue un hombre único, pues más allá de las bromas que le pudo haber hecho su abuelo, fue el único del pueblo al que todos respetaron por su trabajo.
También fue el único al que todos persiguieron en algún momento para lavar la honra de madres, tías, hermanas, hijas o esposas. Todos lo acusaron, pero jamás le pudieron comprobar nada, porque fue el único amante al que las mujeres cuidaron con su silencio y al que cobijaron con sus recuerdos el día de su funeral. Ese día todas lo acompañaron, por lo menos las que aún seguían con vida hasta ese entonces.
“El pueblo no volverá a ser el mismo”, dijo uno de los presentes en el cementerio. En principio creí que se trataba de una de esas frases cursis que se sueltan para confortar a los deudos, pero no, en el caso del tío José había algo más que le daba peso a esas palabras. Se trataba de una historia contada en dos partes, una de voz en voz entre la gente del lugar, que dibujaba el rostro de una persona sin compromisos oscuros y con el título de propiedad de todas sus cosas marcado en cada llaga de sus manos.
La otra era una historia batida por la tinta y el veneno de las voces que no sabían nada, que no lo conocieron y que construyeron un mito con relatos apócrifos. De quien hablaron en la televisión nadie sabía nada en el pueblo. ¿José un narcotraficante? La pregunta se regó de casa en casa, se impregnó en cada mazorca del valle, pero en ninguna parte encontró nido, porque esas “cosas del diablo” nunca llegaron al pueblo o por lo menos nadie las vio.
Ahora que solo hay restos de un cuerpo desgastado en una caja de aluminio oxidado, se libra un duelo entre las dos caras de mi tío. A una de ellas casi no la conozco, porque nunca lo vi trabajar. Solamente lo recuerdo al bajarse de su caballo para entrar en la casa de la abuela Mirta y detener el tiempo con su carcajada en respuesta a los reclamos de la anciana que jamás lo vio llegar a tiempo para la comida. “Madre, entiende que no es por tu comida, es mi trabajo. La tierra es una amante noble, pero celosa, y el mínimo descuido lo cobra caro. Si no es de trabajo, siempre voy a llegar tarde a todas partes, incluso a mi entierro, te lo prometo”, dijo antes de volver a carcajearse con los únicos dos dientes de la encía superior.
Al tío José lo sepultamos ayer y en efecto llegó tarde. Hacía por lo menos 30 años que había muerto la abuela Mirta, pero su hijo se encargó de cumplir esa promesa de no estar a tiempo en su última despedida del mundo y sus acompañantes.
Tres meses antes José desapareció. Aquel día solo encontraron su caballo trotando de regreso al pueblo con la montura reventada y el hocico herido por el freno tirado al máximo por alguien que no quiso parar, sino que fue arrancado de su silla. Sus amigos, los patrones y hasta la policía del pueblo lo buscaron por todas partes. Literalmente removieron todas las hectáreas que José sembró, pero nada, si la tierra se lo tragó, lo hizo de un solo bocado, porque no dejó rastro alguno.
Al día siguiente de su partida o desaparición, en el pueblo comenzaron a aparecer rostros extraños y mal encarados con espejuelos oscuros, todos con corte de pelo estilo militar. Nadie quería hablar con ellos y quienes cruzaban alguna palabra o mirada con los desconocidos, desaparecían sistemáticamente. De los jóvenes se entendía, porque a todos les ofrecían enormes cantidades de dinero para enrolarse en las filas de asesinos a sueldo en otras ciudades.
¿Le pasó lo mismo al tío José? Nadie lo cree, porque en sus buenos tiempos podría haber acabado con sus propias manos a dos o tres tipos, pero ahora, cuando estaba cerca de los 90 años, era una locura imaginarlo siquiera como miembro de un ejército de pastores.
Mientras el cruce de suposiciones se mantenía como el deporte favorito en la región, una mañana apareció el tío José. Estaba envuelto en una manta hecha con hilos de maguey y con las manos atadas a la espalda. Su cuerpo se encontraba empanizado con cal para evitar los malos olores. Cuando vi las imágenes sólo alcancé a reconocer su mechón de largos y delgados cabellos blancos.
Al tío José lo sepultamos ayer y aunque en las noticias dijeron que se trató de un ajuste de cuentas entre narcotraficantes, en el pueblo nadie lo creyó. Junto a él encontraron 200 cuerpos más, la mayoría de mujeres y niños, todos con el mismo tratamiento de brazos sujetados por la espalda y con evidentes huellas de tortura antes de recibir el tiro de gracia.
El luto se percibió por todo el valle, en cada puño de tierra que comenzó a florecer y, sobre todo, en el llanto de las ancianas que suelen pasar las tardes en la plaza de la iglesia, envueltas en sus rebozos y comentando cómo desde que mataron a José los girasoles no volvieron a tejer sus alfombras en los campos del pueblo.
Ahora solo hay sembradíos de amapolas que cuidan los extraños mal encarados, esos que ya no montan a caballo y que recorren en camionetas de vidrios polarizados las calles empedradas donde las carcajadas desaparecieron para siempre. Al tío José lo sepultamos ayer.
Iván Carrillo, Miami, 2011.